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lunes, 10 de marzo de 2014

A veces...

A veces siente que se le escapan. Han sido burbujas y mariposas, han sido sueño, palabras y recuerdos.
A veces ha intentado llevar un diario para retenerlas, pero al final siempre logran que se descuide, es bastante despistada.
A veces las olvida, quizás para siempre, pero a veces las recuerda, de pronto, sin previo aviso, y se siente como si encontrase algún objeto valioso que había perdido, o como si viese de nuevo a un viejo amigo.
A veces prefiere guardarlas para sí, y otras necesita urgentemente compartirlas.
A veces sabe de súbito como plasmarlas exactamente (generalmente cuando está en la cama, intentando conciliar el sueño, o en clase, tratando de no perderse las explicaciones), y otras se desespera por no encontrar cómo expresarlas.
A veces las escribe, y entonces cuentas verdades, como también cuenta mentiras...


La joven oscilaba entre el sueño y la vigilia, como le solía pasar siempre en los viajes largos (y a veces cortos). Le dolía el cuello por la mala postura, un coche nunca ha sido el mejor sitio para dormir, al menos a su parecer, y constantemente cambiaba de posición. 
Apoyó la cabeza en el hombro de unos acompañantes y, al rato, notó una leve caricia en la mejilla. Aquello le sorprendió, no sabía muy bien qué hacer, no le desagradaba... Su corazón se aceleró contra su voluntad e intentó evitar que su respiración la delatase, quería parecer dormida, no quería que la otra persona supiese que en realidad no lo estaba del todo y que se había percatado de su osadía.


La niña se paró con sus dos fieles amigas caninas al llegar al cruce que había tras la cuesta. Ambos caminos discurrían junto a la acequia, el uno volvía hacia atrás, pasando por debajo del lugar del que ella venía, y el otro seguía hacia delante. Ella sabía bien cuál coger, pero antes miro en todas las direcciones, asegurándose que nadie la seguía, no fuese a ser que de pronto a alguno de los adultos del lugar les diese la vena responsable y decidiesen impedir que una niña de su edad caminase tan peligrosamente cerca de aquella acequia que ya se había cobrado la vida de algunos de los animales del amigo de su padre, pues era lo suficiente mente ancha como para caer en ella, pero no lo suficiente para salir con facilidad, añadiendo además el hecho de que era profunda y discurría con cierta velocidad.
Puso tumbo por el camino que volvía hacia atrás por la parte de abajo. Era algo más estrecho que el otro, a un lado, la pared de tierra, y al otro, altos juncos y cañas que apenas permitirían adivinar el agua corriendo al otro lado si no fuese por el ligero sonido que ella conocía tan bien.
Cuando se hubo alejado lo suficiente, volvió a mirar a su alrededor. Entonces llamó en susurros:
 -Ey, ¿hola? Soy yo, hoy también he venido -de pronto recordó algo y alzó la mano en la que sujetaba una bolsa con rosquillas fritas-. Hoy también he traído algo para compartir con vosotros.
Esperó un momento, con una mezcla de inquietud, emoción e inseguridad, ¿vendrían hoy también? Ellos siempre acudían junto a ella, nunca la habían fallado, pero nunca se sabía, no es como si ella fuese la reina de la fortuna con las amistades.
Oyó un sonido entre los juncos y sonrió al girarse y ver al hado, seguido de algunos pequeños duendes de aspecto achaparrado y narices y pies prominentes, junto a algunas criaturas que no sabía muy bien qué eran, pero que parecían versiones humanoides de animales y plantas, aunque ninguno era mucho más alto que ella.
 -¿Has tomado una decisión? -le preguntó el hado sin responder nada más a su saludo.
A ella la sonrisa se le borró de inmediato y se le hizo un nudo en el estómago. Le gustaría poder decir que casi había olvidado su conversación de la última vez, pero no era así, al contrario, había sido incapaz de dejar de darle vueltas, pero tenía la esperanza de que él sí la hubiese olvidado.
Al hado no pareció hacerle mucha gracia su gesto nervioso de morderse el labio.
 -¿Y bien? ¿No quieres venir con nosotros? ¿Acaso no somos los únicos que de verdad te han ayudado? ¿No nos quieres? ¿No me quieres?
 -No es eso... -se apresuró a decir, sin saber muy bien qué responder. 
La noche anterior había estado preparando una mochila con las cosas de las que no quería separarse, pero por la mañana, cuando su padre la había llamado para subir al coche, la había dejado finalmente sobre la cama, no olvidada, precisamente. Durante el viaje, se había arrepentido de hacerlo, y al llegar había intentado no pensar demasiado en ello. Pero tenía que tomar una decisión, y no sabía cuál.
Su madre trabajaba constantemente y apenas la veía, además, casi siempre se ponía de parte de su padre cuando ella o su hermano le decían algo sobre lo pésimo padre que era (cosas como dejar vagar por el campo a su hija sin preocuparse hasta la hora de volver a casa, estar en el bar con sus amigos mientras ella y su hermano jugaban a cruzar corriendo la carretera, olvidar ir a recogerlos al colegio o volver a casa para darles de comer antes de que tuviesen que regresar a clase... Eran algunas de las cosas de una larga lista). Sospechaba que su madre la quería, pero sentía que no era suficiente para anclarla y, sin embargo, seguía sin poder decidirse. En el colegio no tenía amigos, de hecho, solía ser el blanco de su malicia, lo cual había hecho que su carácter se agriase, volviéndose arisca e introvertida, lo que no le ayudaba a hacer nuevos amigos, precisamente. Su hermano, aunque más pequeño que ella, era extrovertido y sí tenía bastantes amigos, a veces peleaba con él, pero jugaban juntos y se solían proteger mutuamente, ¿y si, cuando ella se fuese, todo por lo que ella huía se volvía contra él? No sabía qué decidir, no podía decidir. 
Vio como sus amigos fantásticos comenzaban a alejarse de ella, Quería correr, decirles que quería irse con ellos, ¿por qué no podía? No quería quedarse otra vez sola, quería estar con ellos, que ellos estuviesen con ella. ¿Por qué era tan tonta? ¿Cuántas oportunidades tendría como esa? Ninguna, y sin embargo...
Se quedó sola, mirando el lugar por el que se habían ido. Una parte de ella quería creer que la próxima vez podría volver allí como siempre y encontrarlos, pero sabía la verdad, ya no volverían, ni a por ella ni a estar con ella.
Quería llorar de impotencia, se mordió el labio con más fuerza y se clavó las uñas en los brazos, dejándose fuertes marcas. Tenía los ojos humedecidos, pero se negaba a llorar, no quería llorar, no le gustaba. Notaba el calor en sus mejillas, sabía que tendría la cara completamente roja, y le ardían el estómago y la garganta.
Logró apartar la mirada, dispuesta a calmarse mientras regresaba al merendero... Y entonces los vio, el alivió la golpeó con tal fuerza que perdió el control y las lágrimas comenzaron a escapar. 
No todos se habían ido, sus mejores amigos, aquellos que no solo veía cuando iba a ese lugar, si no que la seguían hasta la escuela y a veces por las calles de la ciudad, que casi medio vivían en su casa, se habían quedado.
Una perrita de su estatura, parecida al perro de Tintin, que caminaba a dos patas y lucía un lazo rosa, la abrazó consoladora. Tras ella la observaban las dos felinas mellizas, de cuerpo humano y rostro gatuno, una de pelaje blanco y otra negro; la chica que podría haber pasado por humana de no ser azul (piel clara azulada, pelo liso, de media melena, azul eléctrico, igual color de sus ojos, que el de sus botas de plataforma, su minifalda con cinturón de pinchos y su top con una calavera); la mujer de figura elegante, vestida con una túnica y el rostro cubierto por un velo blanco; y la mujer alta, extremadamente delgada, de piel grisácea y ojos azules inhumanamente grandes en un rostro afilado, vestida con una especie de taparrabos largo y una cinta que cubría sus casi inexistentes pechos (en realidad nunca había estado segura de si era hombre o mujer, su voz tampoco lo delataba), de pelo blanco, lacio y larguísimo, con su habitual arco largo y su carcaj de flechas con punta de cristal (o al menos parecía cristal) a la espalda, mientras que en una mano sostenía una larga lanza que parecía una versión más grande de sus flechas, sobre la cual parecía apoyar el peso mientras la observaba fijamente.
Todos ellos sonrieron, unos más que otros, pero le transmitieron seguridad, la certeza de que estarían allí, con ella, mientras se lo permitiese. Y, si ellos se quedaban, entonces la sirena de debajo de su escritorio, sus peluches guardianes y el bicho extraño de ojos brillantes que la observaba desde su silla cuando las luces estaban apagadas también seguirían es casa cuando volviese (sospechaba que el bicho de la silla no se acercaba más a ella gracias a sus peluches guardianes, posiblemente era el único que no le hubiese molestado que se largase).


La joven se despertó sobresaltada, como le pasaba desde hacía ya unos meses, unas paradas antes de la que tenía que bajarse del bus. A veces bromeaba consigo misma diciéndose que había desarrollado una especia de habilidad especial para dormirse irremediablemente en el bus y despertarse por los pelos, y sin explicación aparente, justo unas paradas antes de la que le tocaba. Pero lo cierto es que le daba bastante vergüenza, siempre cruzaba los dedos para no haber roncado ni dado patadas, como a veces le ocurría en su casa, y siempre comprobaba que sus labios estaban medio pegados, con los cual no podía haber hablado en sueños.
Miró a su alrededor, buscando alguna señal de que hubiese llamado la atención y hecho el ridículo, cuando se percató de que la señora sentada a su lado, de pelo corto y canoso, dormía con la boca abierta. No pudo evitar la sonrisa que afloró en su rostro, no de burla, sino de cierta simpatía y alivio al ver que no era la única. 
Tres leves toques en el hombro y tres "Disculpe, señora..." tardó en despertarla para poder salir de su asiento y acceder al pasillo del autobús para bajar.


A veces, cuando no lograba conciliar el sueño, mandaba a una de sus mariposas a observarlo. En realidad eso no ayudaba, porque hacía que quisiese aún más acurrucarse a su lado en la cama, pero bueno, con frecuencia sus mariposas eran lo más cerca de él que podía estar.
Esa noche había decidido colarse por su ventana en persona. Bueno, todo lo persona que se podía considerar a alguien como ella. Ni siquiera recordaba ya cuándo fue la primera vez que uno de esos insectos de bellas alas se había desprendido de su cuerpo, ni cuándo fue que descubrió que toda ella podía evaporarse en miles de mariposas para recomponerse como si nada. También podía ver y sentir lo que ellas veían y sentían cuando las enviaba individualmente. Le encantaba la sensación de volar, de verlo todo sin ser vista, la libertad en el aire, la impresión fascinante de que todo se había tornado en un mundo de gigantes...
Abrió la ventana y levantó la persiana con cuidado, lo último que quería era despertar a sus padres. Cerró los ojos, inspiró hondo y al momento sintió ese cosquilleo de miles de alas en su piel, notó, sin dolor, como toda ella se desprendía, como se liberaba, era una y mil a la vez. Volaron como una nube dispersa bajo el cielo nocturno hasta llegar a la casa de su amado. Y se detuvo, dubitativa, al llegar a su portal, donde, sabiendo bien que nadie lo vería, volvió a recomponerse en su forma humana.
Lo normal, si quería verlo, no era que se detuviese frente a su portal, sino que se colase por alguna rendija de las ventanas o la terraza... Pero lo cierto es que se sentía algo culpable por hacer aquello. No era solo que el allanamiento de morada fuese ilegal, probablemente a él poco le importaría mientras fuese ella. Pero estaba el hecho de que hacía aquello completamente a sus espaldas, él probablemente ni sospechaba lo que ella podía hacer... Se mordió el labio, con ese gesto nervioso tan habitual en ella.
Algún día tendría que confesárselo, ¿no? Es decir, vale que todo el mundo tenía derecho a guardar secretos, pero ese era uno bastante gordo como para ocultárselo a la persona con la que se suponía que aspiraba a pasar el resto de su vida.
Bien, bueno, era una cobarde, como siempre. Esa noche no le diría nada, no lo había planeado, pero tampoco entraría a su casa cual duende descarado. Volvería a su propia casa, sí, eso haría, y pensaría a fondo sobre su secreto y su futuro con él, tomaría decisiones sobre cuándo y cómo desvelárselo.
Y un montón de mariposas recorrieron las calles de la ciudad, apenas algún mendigo, o algún borracho que al día siguiente lo habría olvidado o descartaría por imposible, de cómo aquellos insectos de alas demasiado fantásticas y espectrales para ser tomadas por normales volaban como si el cierzo que arreciaba no fuese nada.


2 comentarios:

Unknown dijo...

¿Sabremos cómo se lo contará, cuándo y dónde? Me he quedado con ganas de saber más... Tengo sed de tus historias Raquel, sed de historias!!

Ricardo dijo...

Hola! Son las 2:17 de la madrugada y me he encontrado con tu blog por una mera causalidad al buscar un poco de material de Chiara Bautista. Me detuve a leer tu historia y me pareció maravillosa. Me pasaré algunas horas en estos próximos días para absorver todo lo que has publicado, sé que me será de agrado al igual que tu historia. Por lo mientras me despido completamente agradecido por amenizarme la noche.
A ti mujer extraña de parte de un extraño, gracias.